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Sangre en las venas


Podría contar, como anécdota, cuáles fueron los hechos particulares que me conmovieron personalmente y me llevaron a pensar esto, pero creo que no vale la pena. Lo que sí merece ser compartido es esta sensación de electricidad en el aire, esta tensa calma que anticipa una tormenta.

La comodidad y la confianza infantil en un progreso gradual, automático y sin sobresaltos, empieza a resquebrajarse. La podredumbre que nunca dejó de estar ahí asoma de a poco, pero con violencia, sobre la artificial superficie. Como horribles granos llenos de pus emerge la realidad del espionaje del Estado sobre los trabajadores que se organizan y la izquierda, y estallan furiosamente el odio y la indignación cuando los 51 muertos del pueblo en Once son registrados fríamente por los empresarios y el gobierno como simples daños colaterales de este «capitalismo en serio».

Pero la sangre sigue corriendo por dentro, y se acelera cada vez más. Es difícil medir el pulso de las masas. Es entonces cuando se hace preciso observar con cuidado algunos síntomas indirectos de su estado de ánimo.

La «cultura» no es algo homogéneo. La mercantilización se mezcla con las expresiones genuinas. Aún dentro de la cultura en general, la porción que uno podría denominar «arte» está también dividida, pero creo que acá los límites son un poco más claros, y el contraste se hace más evidente. Quizás sea simplemente porque es la pequeñoburguesía la primera en entrar en crisis cuando empieza a hacerse visible la incompatibilidad de intereses entre la clase trabajadora y los capitalistas, y se ve obligada a tomar posición ante el conflicto. Quizás porque desaparece el espacio «sagrado» que le tiene reservado al arte la democracia burguesa en épocas de paz y estabilidad. Deja de sentirse como algo natural seguir con la rutina sabiéndose vigilado y en peligro. Se hace necesario reaccionar ante eso, mirar alrededor, observar a las personas que están cerca. Imposible seguir como si nada cuando ya se sospecha que existen aliados y enemigos. Urge construir un espacio de seguridad y confianza donde organizar la resistencia y hasta planear una ofensiva. Se siente en el cuerpo la necesidad de cuestionar un sistema social que se apoya en mecanismos siniestros, y de organizarse para construir una alternativa real.

La cultura, en manos de la burguesía, es una máscara que disfraza burdamente la explotación y la opresión. La cultura real, la que es fruto de la vida misma, puede servirse de las máscaras para ponerse en la piel de los otros. Se puede ser un trabajador superexplotado, una víctima de la trata, un preso político, pero también un burgués que sabe que si puede mirar a la sociedad desde arriba es porque está parado sobre una pila de cadáveres, un policía adiestrado para obedecer sin hacer preguntas que se toma revancha sintiéndose un macho dominante cuando le pega a su mujer o tortura a un detenido, un funcionario que disfruta su parte de la torta haciendo la vista gorda ante la sideral ganancia empresaria a costa de ahorrarse la inversión en mejorar la seguridad para los trabajadores y usuarios de los transportes pero que duerme tranquilo porque es sólo un engranaje dentro de un sistema que siempre funcionó así. En conclusión: el arte puede recurrir a la ficción, al disfraz, a la mímesis, y sin embargo ser una herramienta al servicio de los trabajadores y el pueblo «desenmascarando» la perversidad del capitalismo y haciendo visible otra realidad posible: la de una sociedad sin explotadores ni explotados, donde no haga falta esconder nada monstruoso porque no se necesite ningún monstruo que mantenga oprimida a a una mayoría para que una minoría salga a lucir sus alhajas en una galería de arte o en la fila para entrar a un teatro mientras se queja de que la gente que duerme en la calle le afea el paisaje y no le permite disfrutar su paseo en paz.

Tormenta en el Olimpo