Habíamos quedado al final del post anterior en el momento en que entré a militar al PTS (pues lo que empezó como una reflexión difusa se terminó convirtiendo en una especie de autobiografía).
Decía entonces que a partir de aprender algunas cosas sobre marxismo y empezar a militar dentro del partido ya empezaba a sentirme con derecho a llamarme trotskista. Pero algunos años más tarde las vueltas de la vida me llevaron a abandonar la militancia partidaria, aunque no porque hubieran cambiado mis convicciones políticas ni porque el partido hubiese tomado un rumbo que yo considerara equivocado, sino simplemente porque una serie de problemas personales que venía escondiendo debajo de la alfombra del vertiginoso ritmo de la política de pronto salieron a la luz y sobrepasaron todos mis intentos de mantenerlos en un segundo plano. Qué se le va a hacer, de vez en cuando el cuerpo y la mente pasan factura del sistemático maltrato al que uno los somete, y en ese momento ya no hay nada más para hacer: cuando el cuerpo dice basta no hay «pero» que valga, y ya no es una cuestión de voluntad. ¿Qué queda cuando uno ya no tiene control ni siquiera de sus propias acciones?
Fue un final. Pero a diferencia de las películas, en la vida real después de un final dramático, en lugar de los títulos y una musiquita conmovedora acorde a las circunstancias, suele venir primero una etapa un poco absurda en que nada tiene demasiado sentido. Es la misma sensación que tengo al día siguiente de ir a un velorio: un contraste difícil de asimilar entre la tragedia reciente y la constatación de que el resto de las cosas de este mundo siguen su curso como si nada.
Vino después una etapa larga en la cual cada día era prácticamente una copia del anterior. No es que no pasaran cosas; de hecho pasaron muchas cosas. Lo extraño es que lo que hacía homogéneo ese tiempo era, paradójicamente, la carencia absoluta de rutina. No era posible planear nada con anticipación porque no había manera de saber en qué momento me iba a sentir en condiciones de hacer algo. Aclaremos igualmente que no se trataba simplemente de una cuestión anímica sino que era biológicamente imposible que mi cerebro funcionara de manera similar al de un adulto normal por «detalles» tales como la falta de oxigenación nocturna y la incapacidad de alcanzar las etapas profundas del sueño, indispensables para la conservación de la salud mental.
Hete aquí que mi pobre cerebro ya casi agonizante a pesar de las condiciones insalubres en que se hallaba, de algún modo logró descubrir algo muy importante para mí: podía llegar a pasar meses sin contacto con el mundo exterior, pero al fin y al cabo, cuando lograba establecer algún tipo de contacto, mi visión del mundo seguía siendo la de siempre. A ver si puedo explicarme mejor… La militancia revolucionaria viene por defecto como una especie de «combo» que incluye ideas y acciones, convicciones y compromisos concretos. Lo que nunca se me había cruzado por la cabeza era pensar que pudiera conservar en perfectas condiciones las ideas y las convicciones aún cuando de ninguna manera pudiera llevar adelante acción alguna ni muchísimo menos comprometerme en ninguna tarea a futuro.
Así que la respuesta a la pregunta del título es «No. Dejar de pertenecer a una organización revolucionaria no me convirtió en una persona no-revolucionaria».
Podríamos agregar también una reflexión similar respecto de mi relación con el arte. Había dejado de ser capaz de dibujar ni una sola línea. Para hacer algo necesito tener previamente en mi cabeza una imagen bastante definida de cómo quiero que quede, y no lograba imaginar nada decente. Si empiezo algo sin saber muy bien a dónde quiero llegar sé que el resultado va a ser mediocre, y esa frustración me resulta insoportable. No se trata de que lo que hago les guste a los demás o no; me siento igualmente humillada cuando alguien me felicita por un trabajo que a mí no me parece bueno. Y no es tampoco que todo lo que hago me parezca malo: me parece evidente la diferencia entre un dibujo «sincero», que refleja algo que necesito comunicar, y otro hecho por compromiso. Siento que si dejara de ser honesta respecto a esta diferencia y simplemente me dedicara a hacer cosas que le gusten a los demás podría conseguir cierto «éxito», pero perdería todo respeto por mí misma, y eso sí implicaría dejar de ser yo. Entonces, como decía, no podía imaginarme dibujando en ese momento ni en el futuro, por lo que sentía que llamarme artista era casi un fraude. Pero cuando empecé a sentirme bien físicamente las imágenes volvieron a aparecer en mi cabeza, y con ellas la capacidad de volcarlas en el papel (o la pantalla). No estoy diciendo que lo que haga sea «bueno» en un sentido, digamos, «objetivo» sino sólo que se corresponde con una idea que por algún motivo ronda por mi cabeza. No se dan una idea de lo feliz que me hizo comprobar que podía volver a dibujar, que no había dejado de ser artista, aunque hubiera dejado de «ejercer la profesión» por un largo período.