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Heme aquí

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¡Oh, sí, señores: he vuelto! ¡Y más confundida que nunca!

Ha corrido mucha agua bajo el puente desde mis últimas incursiones en la blogósfera, pero aquí estoy de nuevo para ventilar algunas de las cuestiones que vengo rumiando.

En este momento tengo un tema en particular (O dos. O quizás tres.) para tratar, y primero pensé en abrir OTRO blog, más específico. Pero finalmente decidí no seguir diversificando mis iniciativas y simplemente agregar a este lindo blog que había dejado abandonado el tema (o uno de los temas) que hoy por hoy me quita el sueño: el TDAH.

Veamos el lado positivo: el problema lo tuve toda la vida; la única diferencia es que ahora tiene un nombre y de a poco voy aprendiendo de qué se trata y cómo convivir con él de la mejor manera posible. A los neófitos en estas cuestiones les comento que se trata de la famosa hiperactividad de los niñitos, esa que se trata con Ritalina y cuya existencia fue puesta en duda por los movimientos antipsiquiatría. Bueno, resulta que eso mismo puede no incluir hiperactividad motora, afecta también a los adultos y su existencia está más que probada científicamente. A falta de mejor nombre, se lo conoce como Trastorno por Déficit de Atención con o sin Hiperactividad, pero ese título no nos aporta mucha información relevante, ya que lo que más se ve afectado en realidad son las funciones ejecutivas del cerebro. Digamos que alguien con TDAH tiene muchas partes de su cerebro que funcionan perfectamente, pero cuya actividad no se sincroniza correctamente con otras áreas, lo que resulta en un pensamiento bastante caótico y comportamientos disfuncionales. Por si acaso aclaremos ya mismo, para evitar confusiones habituales, que no se trata de un retraso en el plano intelectual, una psicosis ni nada por el estilo. Una persona con TDAH razona y diferencia la realidad de la imaginación tan bien como cualquiera. El problema surge cuando necesita poner en sintonía sus pensamientos y emociones con el mundo exterior, porque tienen ritmos distintos, y probablemente se encuentre cada dos por tres haciendo o diciendo cosas en momentos y/o lugares incorrectos. Una de las dificultades más claras que se presentan es la de controlar los impulsos, tanto si se trata de reprimir las ganas de hacer algo como si se debe hacer alguna actividad por la que uno no siente ningún interés. Normalmente las personas adultas no andan por ahí haciendo caprichitos sino que han aprendido que algunas cosas simplemente deben o no deben hacerse de acuerdo a las consecuencias que uno espera obtener, y no sólo porque uno se sienta espontáneamente motivado a hacerlas. Bueno, alguien con TDAH sabe eso, pero ello no necesariamente implica que pueda actuar de acuerdo a ese conocimiento, porque su cerebro no logra transformar la convicción racional de que la tarea debe ser realizada en la motivación concreta que se requiere para llevarla a cabo. Esto puede sonar muy raro y chocante para quienes queremos pensar que la razón rige el pensamiento y el comportamiento humano, pero lo cierto es que todos funcionamos de acuerdo a un delicado balance de químicos cerebrales, uno de los cuales, la dopamina, es el encargado de proveernos esa sensación de satisfacción que nos recompensa cuando cumplimos un objetivo. Otro químico, la serotonina, es la que nos impulsa a empezar una acción. En una persona «normal» (según tengo entendido, el término políticamente correcto es «neurotípica») el hecho de considerar que uno debe realizar una cierta acción hace que su cerebro segregue serotonina para generar la motivación inicial y luego dopamina para mantener el interés durante la realización y proporcionar una cierta satisfacción al terminarla. Para alguien con TDAH, por el contrario, toda tarea que no responda a un interés inmediato es experimentada como una obligación sin sentido, a la que uno instintivamente se resiste, por más que racionalmente esté totalmente convencido de su necesidad. Incluso cosas que en principio sí resultaban estimulantes rápidamente dejan de serlo, reemplazadas por alguna otra, y las cosas a medio hacer se acumulan a un ritmo escalofriante. Así es más o menos cómo funciona la cosa, muy en abstracto, pero esto uno lo descubre después de años de frustraciones y fracasos diversos, de ser considerado un vago y sentirse inútil. Porque las consecuencias observables de este mal funcionamiento cerebral no parecen a primera vista más que simples «despistes», torpeza o apatía. Algunas fallas típicas de alguien con TDAH son la impuntualidad, el desorden generalizado, las reacciones agresivas, la falta de disciplina y la necesidad constante de buscar nuevos proyectos estimulantes. Y también está, por supuesto, la maldita falta de concentración propiamente dicha, pero eso quedará para la próxima.

Carta abierta a «La Cámpora»

MARIANO-escrache a La Cámpora

Gente: el diseño de la cara de Mariano, pensado originalmente para stencil, es de mi autoría. Lo dibujé como parte de la campaña que llevó a cabo la IZQUIERDA por el asesinato de un compañero TROTSKISTA por parte de una patota al mando de Pedraza con la activa complicidad de funcionarios del gobierno, como el ministro Tomada. No suelo firmar las obras que hago en este tipo de casos porque no me interesa que mi nombre se haga conocido sino colaborar con una causa justa y que considero propia. Me halaga ver que otros tomen mis dibujos como herramientas de lucha, como me ha pasado también con el retrato de Luciano Arruga. Me siento orgullosa de haber puesto mi trabajo al servicio de la búsqueda de justicia. Pero lo que no puedo tolerar es ver que se apropie de un diseño mío una corriente aliada de las burocracias asesinas, enemiga de la militancia de izquierda, así como de la organización independiente de los trabajadores y los estudiantes. Me da ASCO que se quieran lavar la cara apropiándose de la imagen de Mariano. La Cámpora no fue ni será nunca digna de levantar esa bandera. No son «compañeros» míos, como tampoco lo fueron de Mariano. Muy por el contrario, fuero, son y serán aliados y compañeros de políticos, burócratas y policías responsables de su asesinato. No les ruego, les EXIJO que dejen de difundir esta imagen, y que en el futuro se abstengan robar el trabajo de militantes revolucionarios para arrogarse méritos políticos que no les corresponden.

Anahí Grenikoff

¿Será éste el fin de la autoexplotación anechkense?

Puede que esto no pase de ser una simple expresión de deseo, pero existe la posibilidad al menos de que dedique algo de tiempo a escribir de vez en cuando en el blog y subir algún que otro dibujo. También puede que empiece a tener algo de tiempo para leer, hablar con gente, ver películas, así como también para cosas accesorias, como comer y bañarme.

En realidad esto sería una consecuencia indirecta del empeoramiento de mi salud (no me presenté a varios parciales porque me sentía mal y perdí algunas de las materias que estaba cursando), pero no deja de ser una buena noticia, al menos para mí. Digamos que en toda mi vida siempre he oscilado entre la más cruel autoexigencia y la más absoluta inutilidad: cuando los niveles de stress superaban el límite de lo tolerable pasaba al «estado ameba». Veamos ahora qué resulta de este intento que recién inicia su fase experimental y consiste en tratar de mantener un nivel de actividad sostenible, provechoso, tolerable y que no ponga en riesgo mi salud física ni mental. ¡Todo un desafío!

Reunión

Reunión

Un boceto rápido a modo de ansiolítico en un momento de stress.

Estoy haciendo algunos avances en esto de tratar de convivir con mi propia mediocridad. Creo que la clave para algún día llegar a dibujar bien es empezar a perder el miedo de dibujar mal, y simplemente dibujar…

Breve duelo, reflexión y vuelta al frente

Ya no me desarmo. Ni en el sentido de necesitar que alguien junte mis pedazos desperdigados, ni en el de entregar las armas.

Tuve la suerte de tener durante muchos años dos amigos incondicionales que eran casi parte de mí. De no haber sido por ellos no habría llegado hasta hoy. A uno de ellos lo perdí hace tiempo. Al otro lo estoy perdiendo ahora.

Quiero reivindicar de ambos el esfuerzo constante por enseñarme a pensar con mi propia cabeza y no repetir jamás nada que no me cerrara sólo porque lo dijeran «los que saben». A uno de ellos ese camino lo llevó a un escepticismo estéril. A mí ahora me lleva a tomar distancia del otro.

Aprendí bien. Muchas gracias.

Ser y estar II: «Si dejo de estar, ¿dejo de ser?

Habíamos quedado al final del post anterior en el momento en que entré a militar al PTS (pues lo que empezó como una reflexión difusa se terminó convirtiendo en una especie de autobiografía).

Decía entonces que a partir de aprender algunas cosas sobre marxismo y empezar a militar dentro del partido ya empezaba a sentirme con derecho a llamarme trotskista. Pero algunos años más tarde las vueltas de la vida me llevaron a abandonar la militancia partidaria, aunque no porque hubieran cambiado mis convicciones políticas ni porque el partido hubiese tomado un rumbo que yo considerara equivocado, sino simplemente porque una serie de problemas personales que venía escondiendo debajo de la alfombra del vertiginoso ritmo de la política de pronto salieron a la luz y sobrepasaron todos mis intentos de mantenerlos en un segundo plano. Qué se le va a hacer, de vez en cuando el cuerpo y la mente pasan factura del sistemático maltrato al que uno los somete, y en ese momento ya no hay nada más para hacer: cuando el cuerpo dice basta no hay «pero» que valga, y ya no es una cuestión de voluntad. ¿Qué queda cuando uno ya no tiene control ni siquiera de sus propias acciones?

Fue un final. Pero a diferencia de las películas, en la vida real después de un final dramático, en lugar de los títulos y una musiquita conmovedora acorde a las circunstancias,  suele venir primero una etapa un poco absurda en que nada tiene demasiado sentido. Es la misma sensación que tengo al día siguiente de ir a un velorio:  un contraste difícil de asimilar entre la tragedia reciente y la constatación de que el resto de las cosas de este mundo siguen su curso como si nada.

Vino después una etapa larga en la cual cada día era prácticamente una copia del anterior. No es que no pasaran cosas; de hecho pasaron muchas cosas. Lo extraño es que lo que hacía homogéneo ese tiempo era, paradójicamente, la carencia absoluta de rutina. No era posible planear nada con anticipación porque no había manera de saber en qué momento me iba a sentir en condiciones de hacer algo. Aclaremos igualmente que no se trataba simplemente de una cuestión anímica sino que era biológicamente imposible que mi cerebro funcionara de manera similar al de un adulto normal por «detalles» tales como la falta de oxigenación nocturna y la incapacidad de alcanzar las etapas profundas del sueño, indispensables para la conservación de la salud mental.

Hete aquí que mi pobre cerebro ya casi agonizante a pesar de las condiciones insalubres en que se hallaba, de algún modo logró descubrir algo muy importante para mí: podía llegar a pasar meses sin contacto con el mundo exterior, pero al fin y al cabo, cuando lograba establecer algún tipo de contacto, mi visión del mundo seguía siendo la de siempre. A ver si puedo explicarme mejor… La militancia revolucionaria viene por defecto como una especie de «combo» que incluye ideas y acciones, convicciones y compromisos concretos. Lo que nunca se me había cruzado por la cabeza era pensar que pudiera conservar en perfectas condiciones las ideas y las convicciones aún cuando de ninguna manera pudiera llevar adelante acción alguna ni muchísimo menos comprometerme en ninguna tarea a futuro.

Así que la respuesta a la pregunta del título es «No. Dejar de pertenecer a una organización revolucionaria no me convirtió en una persona no-revolucionaria».

Podríamos agregar también una reflexión similar respecto de mi relación con el arte. Había dejado de ser capaz de dibujar ni una sola línea. Para hacer algo necesito tener previamente en mi cabeza una imagen bastante definida de cómo quiero que quede, y no lograba imaginar nada decente. Si empiezo algo sin saber muy bien a dónde quiero llegar sé que el resultado va a ser mediocre, y esa frustración me resulta insoportable. No se trata de que lo que hago les guste a los demás o no; me siento igualmente humillada cuando alguien me felicita por un trabajo que a mí no me parece bueno. Y no es tampoco que todo lo que hago me parezca malo: me parece evidente la diferencia entre un dibujo «sincero», que refleja algo que necesito comunicar, y otro hecho por compromiso. Siento que si dejara de ser honesta respecto a esta diferencia y simplemente me dedicara a hacer cosas que le gusten a los demás podría conseguir cierto «éxito», pero perdería todo respeto por mí misma, y eso sí implicaría dejar de ser yo. Entonces, como decía, no podía imaginarme dibujando en ese momento ni en el futuro, por lo que sentía que llamarme artista era casi un fraude. Pero cuando empecé a sentirme bien físicamente las imágenes volvieron a aparecer en mi cabeza, y con ellas la capacidad de volcarlas en el papel (o la pantalla). No estoy diciendo que lo que haga sea «bueno» en un sentido, digamos, «objetivo» sino sólo que se corresponde con una idea que por algún motivo ronda por mi cabeza. No se dan una idea de lo feliz que me hizo comprobar que podía volver a dibujar, que no había dejado de ser artista, aunque hubiera dejado de «ejercer la profesión» por un largo período.

Ser y estar. Pensando «en voz alta».

Mentiría si intentara adelantar de qué va a tratar este post. Cosas para decir me sobran, pero estoy buscando un hilo conductor. Empecemos por un principio posible: cómo llegué yo a NECESITAR militar. Resumamos unos cuantos años de angustia diciendo simplemente que durante mi adolescencia ninguna tribu urbana me sedujo lo suficiente como para encontrar un grupo de pertenencia que me contuviera. No encontraba motivos racionales ni sentía un apego genuino por el punk, el metal, el hardcore, el reggae, ni nada por el estilo. Las modas más mainstream me generaban directamente un violento rechazo. Los alternativos eran, de la fauna disponible a mi alrededor, quienes me caían más simpáticos, pero más que nada porque me daba ternura su ingenuidad y porque, a decir verdad, comprar ropa usada por $2 sí me parecía una gran idea (y me lo sigue pareciendo, aunque ya no se consiga a $2). Las primeras cosas que en cuanto las descubrí sentí inmediatamente que tenían algo que ver conmigo fueron Sui Generis (a los 14), la «política» (que en ese entonces, a los 16 años, sólo se expresaba en mi vida como una muy fuerte identificación con los desaparecidos y la participación activa en el centro de estudiantes del colegio, y poco más tarde incluiría también una fascinación romántica por el Che Guevara) y el arte que, con miles de contradicciones, siempre estuvo presente. Las hipótesis contrafácticas no suelen ser muy útiles, pero a veces se me ocurre que si hubiera conocido el grunge o el ska en esa época hubiera sufrido bastante menos la famosa «anomia» de la que hablaba Durkheim.

Bueno, la cuestión es que esta angustia existencial no me agarró en un momento histórico cualquiera: coincidió con la caída de las torres gemelas, el 20 de diciembre, el auge de los movimientos piqueteros, las asambleas populares, el asesinato de Darío y Maxi, las fábricas recuperadas y la invasión de Irak. Retomando el título de la entrada, seguía sin saber quién era pero era obvio donde tenía que estar: en la calle. Y ahí estuve.

Un par de cosas fui descubriendo: era demasiado iconoclasta como para reivindicarme parte de una corriente sin estar antes absolutamente convencida de su política (y admitía sin pudor mi absoluta ignorancia al respecto, por lo que consideraba imprescindible, antes que nada, aprender) pero a la vez tenía una mente suficientemente abierta como para no rechazar de entrada la idea de pertenecer a un partido, por lo que durante mucho tiempo (cerca de un año) me sentí cómoda militando con el PTS en todas las cuestiones en que tenía acuerdo (prácticamente todas), pero sin reconocerme como integrante del partido. Sentía que estaba exactamente donde tenía que estar, y ahí también conocí a varias personas que siguieron siendo parte de mi vida durante muchos años, y con quienes compartí experiencias muy particulares, que dejaron huellas profundas en mi personalidad y en las de ellos. «Crecimos juntos» en un sentido muy difícil de explicar a quienes no hayan vivido ese momento. El mundo de los noventa se derrumbaba estruendosamente, y quienes nunca habíamos encontrado un lugar en él salimos felices a construir otro mundo.

Para quienes empezaron a asomarse a la vida política ya durante el kirchnerismo no debe ser fácil imaginarlo, pero reinaba una cierta sensación de anarquía y de que todo era posible. En ese contexto entré al PTS, cuando me di cuenta de que para hacer realidad un mundo sin explotación ni opresión hacía falta construir un partido. Un nuevo ítem se agregaba a la lista del ser: soy trotskista.

(Continuará)

Sangre en las venas


Podría contar, como anécdota, cuáles fueron los hechos particulares que me conmovieron personalmente y me llevaron a pensar esto, pero creo que no vale la pena. Lo que sí merece ser compartido es esta sensación de electricidad en el aire, esta tensa calma que anticipa una tormenta.

La comodidad y la confianza infantil en un progreso gradual, automático y sin sobresaltos, empieza a resquebrajarse. La podredumbre que nunca dejó de estar ahí asoma de a poco, pero con violencia, sobre la artificial superficie. Como horribles granos llenos de pus emerge la realidad del espionaje del Estado sobre los trabajadores que se organizan y la izquierda, y estallan furiosamente el odio y la indignación cuando los 51 muertos del pueblo en Once son registrados fríamente por los empresarios y el gobierno como simples daños colaterales de este «capitalismo en serio».

Pero la sangre sigue corriendo por dentro, y se acelera cada vez más. Es difícil medir el pulso de las masas. Es entonces cuando se hace preciso observar con cuidado algunos síntomas indirectos de su estado de ánimo.

La «cultura» no es algo homogéneo. La mercantilización se mezcla con las expresiones genuinas. Aún dentro de la cultura en general, la porción que uno podría denominar «arte» está también dividida, pero creo que acá los límites son un poco más claros, y el contraste se hace más evidente. Quizás sea simplemente porque es la pequeñoburguesía la primera en entrar en crisis cuando empieza a hacerse visible la incompatibilidad de intereses entre la clase trabajadora y los capitalistas, y se ve obligada a tomar posición ante el conflicto. Quizás porque desaparece el espacio «sagrado» que le tiene reservado al arte la democracia burguesa en épocas de paz y estabilidad. Deja de sentirse como algo natural seguir con la rutina sabiéndose vigilado y en peligro. Se hace necesario reaccionar ante eso, mirar alrededor, observar a las personas que están cerca. Imposible seguir como si nada cuando ya se sospecha que existen aliados y enemigos. Urge construir un espacio de seguridad y confianza donde organizar la resistencia y hasta planear una ofensiva. Se siente en el cuerpo la necesidad de cuestionar un sistema social que se apoya en mecanismos siniestros, y de organizarse para construir una alternativa real.

La cultura, en manos de la burguesía, es una máscara que disfraza burdamente la explotación y la opresión. La cultura real, la que es fruto de la vida misma, puede servirse de las máscaras para ponerse en la piel de los otros. Se puede ser un trabajador superexplotado, una víctima de la trata, un preso político, pero también un burgués que sabe que si puede mirar a la sociedad desde arriba es porque está parado sobre una pila de cadáveres, un policía adiestrado para obedecer sin hacer preguntas que se toma revancha sintiéndose un macho dominante cuando le pega a su mujer o tortura a un detenido, un funcionario que disfruta su parte de la torta haciendo la vista gorda ante la sideral ganancia empresaria a costa de ahorrarse la inversión en mejorar la seguridad para los trabajadores y usuarios de los transportes pero que duerme tranquilo porque es sólo un engranaje dentro de un sistema que siempre funcionó así. En conclusión: el arte puede recurrir a la ficción, al disfraz, a la mímesis, y sin embargo ser una herramienta al servicio de los trabajadores y el pueblo «desenmascarando» la perversidad del capitalismo y haciendo visible otra realidad posible: la de una sociedad sin explotadores ni explotados, donde no haga falta esconder nada monstruoso porque no se necesite ningún monstruo que mantenga oprimida a a una mayoría para que una minoría salga a lucir sus alhajas en una galería de arte o en la fila para entrar a un teatro mientras se queja de que la gente que duerme en la calle le afea el paisaje y no le permite disfrutar su paseo en paz.

El maldito «talle único»

 

¿Alguien puede ser tan idiota como para pensar que las personas son todas del mismo tamaño? No, definitivamente no. Es sólo que los que tenemos medidas diferentes de lo «normal» no tenemos derecho a elegir nuestra ropa. Estamos condenados a pasar horas buscando entre prendas hermosas que jamás vamos a poder usar hasta encontrar los dos o tres modelos, por lo general bastante «conservadores», que vienen en talles grandes.

Las gorditas no podemos ser juveniles; tenemos que usar ropa de señora. De hecho, ser joven y gorda a la vez debe ser alguna clase de delito, porque nunca he visto que a las muchísimas señoras grandes entradas en kilos alguien las insulte por la calle, como sí nos ocurre cada tanto a las jóvenes demasiado curvilíneas. La verdad que no se me ocurre qué mal podemos estarle haciendo a nadie mediante la forma de nuestro cuerpo. ¿Será que algunos hombres consideran un desperdicio imperdonable que una «descuide» un cuerpo que debería ser hermoso? ¿Estamos usurpando un lugar entre la juventud que le pertenece en realidad a las flacas?

A veces me da curiosidad saber qué pensarán las vendedoras (siempre flacas, por supuesto) de los negocios de ropa, cuando me ven mirar embelezada un vestido que nunca voy a poder usar, o cuando pregunto si una prenda viene en talles grandes. ¿Les parecerá injusto que todo lo que ellas usan y prácticamente todo lo que venden esté fuera de mi alcance? ¿Les parecerá desubicado de mi parte pretender vestirme «como flaca»? ¿Les causará gracia mi esperanza de vestirme «como si fuera una persona normal»?

Siempre que salgo a comprar ropa vuelvo angustiada e indignada. Más de una vez estuve a punto de insultar a alguna cándida vendedora que insistía en que me probara un pantalón elastizado y de tiro alto, porque «eso es lo que más me favorece por la forma de mi cuerpo». ¡Mentira!¡Son horribles! Es sólo que eso es lo que viene en talles grandes. Y me miran llenas de asombro cuando les digo que no me los pienso probar, que ya sé que no me gustan. Me miran como diciendo (aunque nunca lo dirán en voz alta porque no es políticamente correcto) «¡pero si sos gorda! Esto es lo que te corresponde».

No soy un extraterrestre ni soy deforme, sólo soy una chica gorda. Pero el mundo de la ropa bonita me está vedado. Eso que tantas chicas hacen cotidianamente con tanta naturalidad, para mí es una tarea agotadora y mortificante. ALGO tengo que usar, así que no tengo más remedio que terminar consumiendo lo único que el mercado tiene para ofrecerme. Tengo que vestirme como una vieja, o cuanto mucho como un hombre (porque la ropa masculina sí viene en distintos talles). Tengo que resignarme a ocupar el lugar que me está designado. Tengo que cumplir mi condena por haber cometido el pecado de no tener el cuerpo que otros piensan que debería tener, y tengo que sentirme miserable y quedarme a un costado, para no molestar.

¿Cómo ser una Gran Mujer?

Por lo pronto aclaremos que resulta imprescindible no ubicarse detrás de un Gran Hombre sino, en todo caso, al lado de un Gran Hombre.

En mi caso cuento con la ventaja de haber sido parida por una Gran Mujer, y criada por otra; pero de todos modos la grandeza propia hay que construirla de cero y a los golpes y, antes que nada, descubrir/decidir qué tipo de Gran Mujer una puede/quiere llegar a ser. Eso es lo más complicado.

Llama la atención cómo la grandeza en este mundo machista parece ser una virtud intrínsecamente masculina. Ya de entrada cualquier mujer que no se conforme con un papel secundario en su propia vida (vivir para su marido, sus hijos, sus padres) seguro irá cosechando a sus espaldas escandalizadas sospechas respecto de su femineidad. De esto podemos deducir un primer requisito básico: una actitud rebelde que rechace los estereotipos sociales machistas a los que se le exija atenerse.

Un segundo requisito ineludible es ser consciente de en qué mundo se vive. Por lo general esto se aprende por las malas: cuando una trata de ejercer libertades que se dan por sentadas y se choca con la cruel realidad de que no somos todos iguales, ni ante la ley ni ante nada. La opresión está ahí, pero sólo se la siente realmente cuando una deja de considerarla algo normal e intenta enfrentarla.

Y, en mi opinión, después hace falta también ser consciente de que la opresión de género no es la única que existe, y defender tanto las causas propias como las ajenas.